Los últimos años de Albert Einstein fueron tiempos agridulces. Por un lado disfrutaba del mayor reconocimiento que nunca ha tenido un científico en vida, merecidamente. Pero por otro, sentía la frustración de no poder terminar lo que para él era “el plan más bello del Universo”. Con la perspectiva que nos da la historia, a toro pasado podemos comprender que su principal obstáculo para lograrlo residía dentro de él.
A pesar de su manifiesta genialidad, se empeñó en suponer que el Universo, en última instancia, obedecía a la lógica de la causa-efecto, a esa filosofía que todos llevamos dentro y que podemos llamar determinismo.
Einstein creía que una teoría que explicase el Universo, además de ser cierta, tenía que ser bella. Y para que fuese bella para la mente humana, debía ser lógica, consistente, no contradictoria.
No era el primero, ni sería el último, que creía así. En concreto, sus esfuerzos se dirigían a encontrar una teoría que lo explicase “todo”. Y por todo entendemos tanto el mundo de lo muy grande –el Universo a escala astronómica-, como el de lo muy pequeño –el universo más allá de los átomos.
La genialidad de Einstein produjo profundos avances en ambos mundos. Él fue el creador de la Teoría de la Relatividad, con la que hoy comprendemos el Universo a gran escala. Y también uno de los que sembraron los cimientos de lo que más tarde sería la Mecánica Cuántica, una rama de la Física sobre la que Erwin Schrödinger llegó a confesar que no le gustaba, y que sentía haber tenido algo que ver con ello alguna vez... CONTINUARA"...
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